jueves, 7 de junio de 2012

El origen histórico de algunas palabras


Hecatombe. Los gobiernos autoritarios la utilizan con alguna frecuencia. Para estos, una crisis mayúscula, que casi siempre no es tal, solo puede ser resuelta por un iluminado, una especie de Mesías, que curiosamente es quien detenta el poder y desea permanecer con él. No hace mucho un expresidente, cuyo nombre el pudor me impide mencionar, decía que solo aspiraría a la reelección si el país experimentaba una hecatombe. Luego, nunca nos explicó en qué consistió esta, puesto que poco después intentó torcerle el gaznate a la Constitución para postularse de nuevo. Pues bien, como muchas otras, la palabra nació en tiempos pretéritos, más específicamente los correspondientes al periodo helénico, y significaba nada más y nada menos que el sacrificio de 100 bueyes. La inmolación de las pobres reses seguramente era necesaria para aplacar las iras de un dios con el hígado descompuesto o para solicitar alguna merced. Cómo pasó de ahí a ser un sinónimo de catástrofe, es algo que no sabemos.

Lacónico. Se dice de un mensaje breve y muy conciso. Todos somos lacónicos cuando no queremos pronunciar más que monosílabos, si, no, bien, ajá, humm y ya. No pregunten más, tenemos el legítimo derecho a evadir una conversación. Muchos son parcos con frecuencia, lo que habida cuenta de las sandeces que se dicen cuando se mueven las quijadas es una virtud. El término nació en Liconia, una de las provincias de la antigua Grecia, la misma en la que habitaban los aguerridos espartanos, famosos por su rigurosidad. A estos se les enseñó que la parquedad era una virtud y que aquellos que mucho hablaban eran poco proclives a la acción. Y si de algo requería un pueblo militarista como ese, era de acción. Recuerden a Leonidas el de 300. Del mutismo de los naturales de Liconia se derivó lacónico.

Amor Platónico. ¡Ah! ¿Quién no ha padecido alguna vez los estragos de un amor oculto? ¿Quién no ha mirado y conversado incansablemente con una fotografía en tanto frente al objeto de esa adoración ha  guardado un vergonzoso silencio? Esas cosas no suceden solo en las novelas rosa. Mire a su lado y es posible que se encuentre con un compañero triste y cabizbajo; absorto, contemplando el paso alado de una ninfa.  Entendemos por amor platónico ese que vive solo de la observación del otro, ese que tiene pocas o ninguna posibilidad de abandonar el plano gaseoso de los sueños. La idea surge de Platón, quien consideraba que los seres humanos nos debatíamos entre un mundo de las apariencias, fugaz e ilusorio, y uno de los ideas, real y eterno. El amor que se ubicaba en el primero era solo un amor “físico” que bebía de la belleza ( sabemos qué sucede con ella cuando se acumulan los años) en tanto el que se inscribía en el segundo se ocupaba de lo “esencial”, de lo invisible a los ojos, de lo espiritual. Si me disculpan lo prosaico, diría que el amor platónico es aquel en cuya realización no aparece nunca, ni en los deseos ni en los hechos, la sombra nocturna de un motel.

Victoria pírrica. Esta expresión alude a la victoria en la cual se pierde tanto que más valdría no haber ganado. El diccionario de la RAE señala, en su segunda acepción, que también se utiliza para hacer referencia al triunfo obtenido con un margen muy pequeño. Esto puede ser, en el mundo electoral, cuando se vence con muy pocos votos o porque se es candidato único. Lo que lógicamente poco importa al candidato que de igual manera levanta los brazos como si hubiera subido al Everest con los ojos vendados o como si hubiera vencido a un león con un cortaúñas. Veamos el origen de la expresión. En  279 a.C. Pirro, el rey de Epiro (una región costera de Grecia) dirigió un ejército que combatió a los romanos. En la batalla, que se resolvió a su favor, perdió lo más granado de sus hombres. Por eso cuando un general lo felicitó por su triunfo, se dice que este contesto:  “otra victoria como esta y estoy perdido”.

Charlatán: De estos conocemos muchos. Es posible que a usted se le venga a la cabeza el tipo que quiere venderle un menjurje capaz de curarlo todo, desde la gripa hasta la peste negra, o el político que en elecciones le promete que en su ciudad o su país correrán ríos de leche y miel. La palabra es de origen italiano. En la Edad Media era posible limpiar el alma de pecados entregando a la Iglesia una cómoda donación. A esas prácticas altruistas se les llamó indulgencias. Tal y como sucede hoy día con los llamados asesores comerciales, la Iglesia tenía vendedores que ofrecían, a nombre del Altísimo, un contundente perdón. Dudo que existiera el marketing, pero en todo caso nada tendría de extraño que algún imaginativo vendedor "ofertara" un descuento por pronto pago o la remisión de dos pecados por el precio de uno. Unos promotores particularmente hábiles fueron los cerretanos, naturales de Cerreto, un pueblo cercano a Roma. Con el paso del tiempo cerretano se fusionó con ciarlare, (charlar) y surgió charlatán, palabra que desde el origen, rotula al que ofrece bienes o prebendas que no posee.

domingo, 27 de mayo de 2012

Los universitarios no leen


Hace algunas semanas el Informe Pisa realizado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) dio cuenta de las enormes falencias que en lectura tienen los estudiantes colombianos de 15 años. Las conclusiones son asombrosas: el 47% no poseen las competencias mínimas y apenas un 17% de ellos pueden explicar esas falencias a partir de condiciones socioeconómicas. Otras estadísticas, esta vez de Fedesarrollo, sentencian que los colombianos leemos apenas 1,6 libros por año, a diferencia de los europeos que leen más de 15. Lógicamente el guarismo no nos dice si los precarios lectores satisfacen su avidez con Shakespeare, con las abundantes historias de traquetos, o con las interminables memorias de los exsecuestrados.

Ante esta situación poco o nadan hacen nuestras universidades. Por supuesto, los estudiantes universitarios tienen que leer muchísimo. Cada semestre crece el volumen de las fotocopias. Pero entre la lectura - trabajo y la lectura – placer hay una enorme distancia. Se lee para una memoria inmediata, para resolver el examen o para cumplir con el trabajo escrito. Para nada más. Los estudiantes son una suerte de analfabetas funcionales con una gramática capaz de perturbar el sagrado descanso de Cervantes o de don Menéndez Pelayo. Son víctimas, y al tiempo agradecidos usuarios, de lo que el poeta español Pedro Salinas denominó el “perioquismo”, en el que no es necesario acudir a las fuentes pues para el conocimiento de los libros bastan los “períocos”, mediocres resúmenes que en una veinteava parte del original pretenden condensar su esencia. Y de eso están llenas páginas web especializadas en proveer trabajos para estudiantes holgazanes: Los hermanos Karamazov en 100 páginas ¡qué maravilla!; El Capital en 150, ¡espectacular!

Cuando a los participantes de un afamado reality, universitarios casi todos, les preguntó su profesor de actuación quién era el autor de Romeo y Julieta ellos se miraron sus bellos rostros y respondieron que lo ignoraban. Y eso que casi todos habían estudiado actuación. Increíble. Creo que lo mismo sucedería con muchos de nuestros estudiantes. Ahora, el que a personas que se forman como profesionales y ciudadanos no les interese la literatura puede ocasionarnos tristeza pero no es necesariamente un gran problema. Pero la eficiencia lectora, en cambio, está íntimamente vinculada con el desarrollo de pensamiento crítico, con las capacidades de abstracción y simbolización, con las posibilidades de análisis e interpretación. Es muy poco probable que un lector deficiente desarrolle habilidades argumentativas (muchos de nuestros políticos podrían ser una prueba palmaria de ello). Y según lo demuestran muchísimas investigaciones relacionadas con el fracaso escolar, quienes más y de mejor manera leen son los que tienen mayores posibilidades de aprehensión de conocimiento y en consecuencia, quienes obtienen mejores resultados. Las exclusiones que son producto de la carencia de recursos son siempre visibles, las que parten de un deficiente capital cultural no lo son y pueden llegar a ser tan potentes como las otras.

En España existen “asociaciones de universidades lectoras” que adelantan acuciosos programas de promoción de la lectura. Para no ir tan lejos, en Bogotá, a instancias de la Asociación Colombiana de Universidades (ASCUN), instituciones como la Sergio Arboleda cuentan con cursos que se ocupan de motivar la adquisición de competencias en lectura y escritura. Temo que en nuestra Ciudad Universitaria el asunto es un pelín más difícil. Pruebas al canto: alguna vez un profesor universitario, en una charla sobre asuntos como los aquí tratados, acusó la futilidad de la discusión, argumentando que era evidente que en una universidad todos sabían leer y escribir. Guardé silencio. Claro, como nos lo enseñó Nacho Lee, la p con la e suena pe, la l con la o lo, y si usted las junta dice pelo, entonces ya se lee. Otro, doctor en alguna de las áreas de las ciencias sociales y humanas, me vio leyendo un libro de Borges en la cafetería de la Universidad. Se acercó, sonrió, levantó las cejas y me pregunto: “ese es argentino, ¿verdad?” Un amigo, más realista que yo, mitigó mi desconsuelo recordándome que cuando menos al escritor no se le adjudicó la nacionalidad sueca o tailandesa y, por fortuna, El Aleph no fue señalado por el erudito profesor, como un libro de matemáticas o de historia religiosa.

(Este es un artículo que publiqué hace algún tiempo en La Patria)

lunes, 21 de mayo de 2012

El Fuentes que se nos fue



La Editorial Salvat, publicó en los años 80 una colección popular de literatura, la Biblioteca Básica, compuesta por 100 títulos impresos en un papel económico y con una portada generalmente amarilla. Todos los libros tenían un diseño parco, sobrio, y sin derroches estéticos distintos a  los de la prosa impresa en ellos. Una biblioteca estudiantil que se respete, cuenta con varios de ellos. Hoy día es muy fácil encontrarlos en las librerías de segunda de Manizales, con un precio que oscila entre los mil y los dos mil pesos. Todo un regalo. En esa colección me topé, hace ya muchos años, con un libro de Carlos Fuentes: La muerte de Artemio Cruz, el número 82 de la serie.

A ese libro volví en estos días, cuando escuché de la muerte de su autor. A punto de descuadernarse, aún era posible observar los párrafos señalados con un marcador verde. Leer algunos de ellos me recordó pasajes olvidados de la obra, fragmentos desbordados de belleza. El Artemio que agonizaba, nadando en billetes y rodeado de sus familiares, los mismos que lo observaban con una desagradable paciencia, los que ansiaban con estoica cortesía el advenimiento de su muerte. Y la vida que corría como en un cinema ante sus ojos sin luz, en un México perdido entre las décadas y la guerra de una vieja revolución. Con esa novela se puede aprender lo que ya había anunciado Heidegger: que la muerte no es la negación de la vida sino una confirmación de ella, de ahí que no exista algo que nos haga tan humanos como morir; es en ese momento en el que es posible recuperar la humanidad que se nos quedó en el recodo más mezquino del camino.

El llamado Boom literario, del que hacía parte Fuentes, le mostró al mundo en los años 60 y 70, la vitalidad de la literatura latinoamericana. Los amantes de la literatura se acostumbraron a la presencia tutelar, casi tácita, de los grandes novelistas latinoamericanos, instituciones sacras e imperturbables en las que su longevidad parecía competir con la presencia atemporal de sus obras: Sabato, Fuentes, García Márquez, octagenarios algunos, nonagenario otro. El hombre de El túnel nos abandonó el año pasado, poco antes de cumplir un siglo. Esta semana le correspondió el turno al autor de La región más transparente, el mismo que en algún momento nos dijo que “hay que pluralizar el mundo, hay que abandonar la idea romántica de que la humanidad sólo será feliz si recupera la unidad perdida”.

Carlos Fuentes fue un hombre público y como tal, uno de los escritores más influyentes de América Latina. En ese rol se codeó con élites políticas y económicas. Estudió leyes en la UNAM y Economía en una Universidad Suiza. Su padre fue diplomático y él mismo también lo fue en un periodo en el que fungió como embajador de México en Francia, apenas 3 o 4 años después de que su amigo Neruda cumplió en ese país el mismo papel en representación del Chile de Allende. A esa embajada renunció, indignado, cuando fue nombrado embajador en España un expresidente mexicano bajo cuyo mandato se realizó la llamada masacre de Tlatelolco, un hecho siniestro en el que murieron docenas de estudiantes. El Fuentes de todos los tiempos tuvo una vida itinerante, el país del tequila no era suficiente para su  espíritu cosmopolita que exigía con frecuencia las viejas ciudades de Europa.

A excepción del Nobel, ganó todos los premios posibles, entre ellos el más importante en nuestra lengua, el Cervantes. También obtuvo numerosos doctorados Honoris Causa. Como hombre público opinó, sin empacho, sobre diversos temas. Cuando estuvo en Cartagena en el Hay Festival, afirmó, ante la prensa internacional, que la legalización de las drogas era imperiosa. A esa declaración y a muchas otras, le ayudaron sus facultades oratorias. No son muchos los escritores que enfrentados a escenarios atestados brillen por su elocuencia. Su verbo iba acompañado, de acuerdo con la prensa mexicana, por un porte de galán otoñal que lo acompañó hasta la muerte.

La obra de Fuentes fue muy prolífica, su pluma removió las aguas de casi todos los géneros literarios, 16 novelas forman un obra portentosa; ello sin contar los ensayos, la dramaturgia y los cuentos.

Curiosamente, en los últimos años de su vida estuvo escribiendo una novela que nunca logró terminar, sobre Carlos Pizarro, el exguerrillero del M- 19 que fue asesinado a comienzos de los años 90. Imagino que aunque inconclusa, no pasará mucho tiempo antes de que sea publicada. 

En Internet es posible descargar gratuitamente muchos libros del personaje. Por lo pronto, aquí va el enlace de su discurso en la ceremonia de entrega del premio Cervantes en 1987. En vacaciones espero leer Terra nostra. Tal vez alguien, y tengo en mente a una persona, comparta mi ánimo.

domingo, 13 de mayo de 2012

¡Esas benditas tildes! (I)


Doña Gloria, mi inolvidable profesora de castellano en los grados noveno y décimo, no solo era una silenciosa poeta, que en ocasiones compartía sus versos almibarados con nosotros, sin contar que eran suyos, sino también una fanática de la ortografía. Cada cierto tiempo revisaba los cuadernos de la clase. El mío siempre regresaba con unas largas rayas oblicuas, hechas con lapicero rojo, justo en cada una de las palabras en las que debió haber ido una tilde. Así de prolija era. Es posible que si su labor pedagógica se hubiera realizado en esos tiempos románticos en los que la consigna era aquella de que “la letra con sangre entra”, el inquisidor lapicero hubiera sido reemplazado por una áspera regla. Así, y gracias a ella, comencé a intentar poner ese acento gráfico en donde correspondía.

Veamos un poco de historia. Nuestro idioma tiene más de mil años. Si bien todas las palabras tenían acento cuando se pronunciaban, es decir una sílaba tónica (aquella que se pronuncia con mayor fuerza), en el lenguaje escrito las primeras tildes solo aparecieron luego de la invención de la imprenta, a mediados del siglo XV. De acuerdo con la Fundación de Español Urgente, Fundéu, "el primer caso conocido de acento en castellano es de 1477 en el manual Doctrina christiana en las palabras justícia y fortuíto". Quienes han tenido el tino y la fortuna de leer las aventuras del Caballero de la Triste Figura, en las que este desface entuertos y da gloria a su sin par señora, saben cómo era el castellano de esa época.

La acentuación gráfica, que es la forma cachetuda como se llama a la tilde, nació con los griegos en el siglo III. En esa época se distinguían tres tipos: la circunfleja (^), la grave (`) y la aguda (´), (¡Imagínense, si nos enredamos con una…!). En el griego todas las palabras polisílabas y casi todas las monosílabas recibían alguno de estos acentos.

Como sabemos, el Renacimiento implicó el resurgir de la cultura helénica. La reedición de muchas obras grecolatinas, miradas con sospecha por preocupados curas, ocasionó que muchas lenguas europeas adoptaran, de acuerdo con sus necesidades, el escuálido signo. La primera de ellas fue la de Dante y Petrarca, poco después el francés.

En el idioma español se usaron generosamente las tildes graves y las agudas. Las primeras cumplían una función diacrítica (es decir, de diferenciación) y se usaban en la última sílaba de algunas palabras que podían confundirse con otras, la Nueva Ortografía nos señala algunos ejemplos: mudà, dexè (dejé), mandè, igualarà.

Con muy buen criterio, algo que tal vez le falta a los godos gramáticos de hoy, los estudiosos del siglo XVI y XVII se ocuparon de menguar el alud de tildes que nos legaron los griegos. Su sana pretensión apuntaba a usarlas solo cuando las palabras tuvieran varias acentuaciones posibles (como en término, termino o terminó) o fueran de un uso poco común. Finalmente, en el Diccionario de autoridades (1726) se optó por la tilde aguda como el único acento gráfico del español. Pese a eso, durante algunas décadas la tilde grave se conservó en vocales que solas, representaran palabras, como à o è.

Como habrán notado, los teclados de nuestros computadores tienen ambas tildes y no siempre corresponden a las mismas teclas. El afán digitador de los escasísimos internautas que escriben sus mensajes en las redes sociales con una ortografía medianamente decente, los ha convertido, en ese aspecto, en hombres clásicos. Dicen entonces que no entienden porque esa berraca tilde les sale al contrario, como si estuvieran escribiendo en francés.

¡Ahh, doña Gloria!, creo que usted no estaría de acuerdo conmigo en que cada vez deberían ser menos las palabras acompañadas de la rayita, no hasta el punto de llegar a la situación del inglés, que no cuenta con ninguna, sino hasta que solo se ponga en aquellas en las que es indispensable hacerlo.

miércoles, 7 de marzo de 2012

Dickens y la herencia bicentenaria


Hace poco comenzaron en todo el mundo los festejos del bicentenario del nacimiento de quien es, después de Shakespeare, el más importante escritor inglés de todos los tiempos: Charles Dickens

Su obra, en la que brillaron tanto géneros periodísticos como literarios constituyó una aguda denuncia social. Bernard Shaw afirmó alguna vez que La pequeña Dorry, una de sus novelas cortas, era un libro más sedicioso que El Capital de Marx. Todos los personajes de obras como Oliver Twist o la maravillosa David Copperfield están trazados con pinceladas autobiográficas tejidas con episodios emotivos de la vida de su autor, algunos tan desafortunados como aquel en el que, cuando contaba tan solo con 12 años, debió abandonar sus estudios y trabajar más de 10 horas diarias en una lóbrega fábrica de betunes para ayudar a la menguada economía doméstica. Como sabemos, en la era Victoriana no había demasiadas reticencias con el trabajo infantil, y el apetito pantagruélico de la Revolución Industrial exigía más brazos productivos. En Nicholas Niclevy, se fue lanza en ristre en contra de las escuelas en las que los niños eran con frecuencia maltratados y obligados vivir en condiciones vergonzosas, incluso para esos tiempos

Dickens fue un agudo observador de su época que, sin embargo, no olvidó que la literatura, además de abrir las puertas a la reflexión, divierte. Ese principio tácito del que no escapa ninguna de sus creaciones parte tal vez de su experiencia como periodista, oficio que nunca abandonó y que le reportó grandes satisfacciones. Dickens entendía que los lectores son amantes potenciales que deben ser cortejados de forma inteligente y asidua, para ser finalmente seducidos.

En la época, cuando no existían los mass media, y no era posible practicarse una lobotomía ante los realities televisivos, muchas de las novelas se publicaban en revistas o periódicos en entregas semanales o mensuales que los lectores esperaban con ansiedad. Los papeles del club Pickwick, que lo lanzaron a la fama en 1836, cuando contaba apenas con 24 años, era una especie de divertida sátira política y social en las que los textos estaban acompañados de esmeradas ilustraciones. Por ello esta obra puede considerarse como un antecedente de los comics que nacieron en el albor del siglo XX La impaciencia de quienes esperaban el desarrollo de los relatos estaba unida con una sensibilidad pública exacerbada por los mismos, baste un ejemplo: la muerte de la pequeña Nell, uno de los personajes de otra de sus historias, La tienda de Antigüedades, fue un acontecimiento aciago que literalmente puso a llorar a los flemáticos ingleses. De igual manera muchos norteamericanos, expectantes, preguntaban a los tripulantes y pasajeros de los barcos ingleses que arribaban a sus costas, por la suerte de la trágica niña.

Los Cuentos de navidad han sido leídos a muchas generaciones de niños del mundo e innumerables veces se han convertido en películas. Tanto estos como aquellas son recreados en ese festivo periodo del año. Tal vez de ahí la falsa impresión de muchos que consideran a Dickens como un autor de obras dirigidas a jóvenes y niños, lo que no es falso con los primeros si no se ignora la existencia de novelas tan complejas como La casa desolada o Nuestro amigo común, además de las ya mencionadas.

La energía creativa de Dickens fue portentosa: en tanto escribía, se permitió fundar numerosas revistas y periódicos (tan importantes como el Daily News); administrar obras de caridad pública, dirigir una compañía de teatro e incluso, actuar en algunas representaciones. Esto, en tanto atendía las obligaciones de una numerosa familia compuesta por diez hijos, un matrimonio malogrado y, en sus últimos años, una amante, con quien convivió luego de la acerba separación conyugal. 

En la última etapa de su vida se dedicó a hacer lecturas públicas de sus obras. La gente atestaba salones para escuchar al autor que más que leer, dramatizaba sus obras. Ese ejercicio ocasionaba un agotamiento psicológico y físico extraordinario, no de otra manera el auditorio podía experimentar las fortunas o padecimientos de los personajes. Pero melló gravemente su salud.

Extrañamos que en la Universidad, salvo en la Sede Bogotá, no haya habido conmemoraciones. La biblioteca, como observarán, tiene muchos títulos de Dickens. Muchos más pueden ser descargados gratuitamente de Internet.

martes, 10 de enero de 2012

EL VAPULEADO VERBO HABER


Luego de una larga ausencia estamos aquí. Existen algunas novelas que nos provocan un cierto temor reverencial por su importancia en la literatura universal pero también, confesémoslo, por su extensión; mil páginas de genialidad literaria se engullen con, digamos, alguna dificultad. Pero un amante de la literatura no debería pasar por la vida sin haberse zambullido alguna vez en El hombre sin atributos, Ana Karenina, Don Quijote, Los hermanos Karamazov, En busca del tiempo perdido, La montaña mágica o Ulises. El largo confinamiento y reposo al que me vi sometido en estas fechas, me permitió hincarle el diente, con placer, a esta última obra maestra.

Pero vamos a lo nuestro. Nos ocuparemos de uno de los verbos más importantes: haber. Contra él, como observaremos, se perpetran muchísimos desaguisados.

Esta usted, muy, pero muy equivocado si dice o escribe frases como:

Han habido muchos inconvenientes hoy
Que hayan nuevos especímenes
Haber, ¿dónde está el almuerzo?
Habemos algunos profesores muy interesados
Habrán circunstancias especiales
¿No lo sabes? Hubieron problemas que ni para qué te cuento.
¡Ojalá hubieran políticos honestos!
Habemos visto vociferando al artesano
Si no me avisa hubiera perdido la ida a clase
Hoy sabemos que pueden haber oportunidades

No se extrañe si cuando pronuncia frases como las anteriores alguno de sus oyentes enarca las cejas o arruga la nariz y de pronto, si le tiene confianza, le diga “Ey socio, no maltrate tanto el idioma”

Resulta que haber actúa como verbo impersonal y como verbo auxiliar. En el primer caso es sinónimo de existir u ocurrir; así, existe o hay una ventana rota, hubo u ocurrió un accidente. En todos los casos se usa solo la tercera persona del singular. No puede decirse yo he libros o tú habrás casas, ¿no? Por ello el verbo nunca, ténganlo claro, nunca, se pluraliza. Por eso no hubieron sino que hubo problemas, habrá (y no habrán) momentos alegres, y ojalá, santa inocencia, hubiera políticos honorables.

Por supuesto que decir “habemos siete personas interesadas” está mal, pero algunos reemplazan la expresión por otra casi tan equívoca: hay conmigo. En todos lo casos es suficiente con reemplazar el haber con somos o estamos, como en "en la reunión estamos ocho".

Haber funciona fundamentalmente como verbo auxiliar. Sirve para construir los tiempos compuestos de todos los verbos: he visto, habían trabajado, había comido, has construido, hubiéremos esquilmado, habremos pernoctado, hube ascendido. En todos los casos el verbo acompaña a otro que siempre va en participio, esto es, cuando se trata de verbos regulares, un verbo terminado en ado, ido, o simplemente en o, como en los irregulares, anduvo o vio. Como se nota, en estas circunstancias el verbo debe sujetarse a la concordancia de número. 

Con frecuencia se confunde haber con la expresión homófona a ver. “Haber, ¿quién invita el guaro?” Eso se dirime fácilmente utilizando un veamos que siempre es posible cuando se trata de la segunda expresión Lo correcto, además de meter la mano al bolsillo y no pasar por "gotera" es decir: “a ver (o veamos), ¿quién invita…?”

Con el habemos hay una excepción simpática: en la prosa literaria o en la lengua culta es admitido como variante de la expresión “habérselas”, que tiene la acepción de enfrentarse a; tal y como seguramente afirmaron los eruditos jueces que se ocuparon de Agro Ingreso Seguro o la Dirección Nacional de Estupefacientes: “nos las habemos con bandidos”.