domingo, 27 de mayo de 2012

Los universitarios no leen


Hace algunas semanas el Informe Pisa realizado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) dio cuenta de las enormes falencias que en lectura tienen los estudiantes colombianos de 15 años. Las conclusiones son asombrosas: el 47% no poseen las competencias mínimas y apenas un 17% de ellos pueden explicar esas falencias a partir de condiciones socioeconómicas. Otras estadísticas, esta vez de Fedesarrollo, sentencian que los colombianos leemos apenas 1,6 libros por año, a diferencia de los europeos que leen más de 15. Lógicamente el guarismo no nos dice si los precarios lectores satisfacen su avidez con Shakespeare, con las abundantes historias de traquetos, o con las interminables memorias de los exsecuestrados.

Ante esta situación poco o nadan hacen nuestras universidades. Por supuesto, los estudiantes universitarios tienen que leer muchísimo. Cada semestre crece el volumen de las fotocopias. Pero entre la lectura - trabajo y la lectura – placer hay una enorme distancia. Se lee para una memoria inmediata, para resolver el examen o para cumplir con el trabajo escrito. Para nada más. Los estudiantes son una suerte de analfabetas funcionales con una gramática capaz de perturbar el sagrado descanso de Cervantes o de don Menéndez Pelayo. Son víctimas, y al tiempo agradecidos usuarios, de lo que el poeta español Pedro Salinas denominó el “perioquismo”, en el que no es necesario acudir a las fuentes pues para el conocimiento de los libros bastan los “períocos”, mediocres resúmenes que en una veinteava parte del original pretenden condensar su esencia. Y de eso están llenas páginas web especializadas en proveer trabajos para estudiantes holgazanes: Los hermanos Karamazov en 100 páginas ¡qué maravilla!; El Capital en 150, ¡espectacular!

Cuando a los participantes de un afamado reality, universitarios casi todos, les preguntó su profesor de actuación quién era el autor de Romeo y Julieta ellos se miraron sus bellos rostros y respondieron que lo ignoraban. Y eso que casi todos habían estudiado actuación. Increíble. Creo que lo mismo sucedería con muchos de nuestros estudiantes. Ahora, el que a personas que se forman como profesionales y ciudadanos no les interese la literatura puede ocasionarnos tristeza pero no es necesariamente un gran problema. Pero la eficiencia lectora, en cambio, está íntimamente vinculada con el desarrollo de pensamiento crítico, con las capacidades de abstracción y simbolización, con las posibilidades de análisis e interpretación. Es muy poco probable que un lector deficiente desarrolle habilidades argumentativas (muchos de nuestros políticos podrían ser una prueba palmaria de ello). Y según lo demuestran muchísimas investigaciones relacionadas con el fracaso escolar, quienes más y de mejor manera leen son los que tienen mayores posibilidades de aprehensión de conocimiento y en consecuencia, quienes obtienen mejores resultados. Las exclusiones que son producto de la carencia de recursos son siempre visibles, las que parten de un deficiente capital cultural no lo son y pueden llegar a ser tan potentes como las otras.

En España existen “asociaciones de universidades lectoras” que adelantan acuciosos programas de promoción de la lectura. Para no ir tan lejos, en Bogotá, a instancias de la Asociación Colombiana de Universidades (ASCUN), instituciones como la Sergio Arboleda cuentan con cursos que se ocupan de motivar la adquisición de competencias en lectura y escritura. Temo que en nuestra Ciudad Universitaria el asunto es un pelín más difícil. Pruebas al canto: alguna vez un profesor universitario, en una charla sobre asuntos como los aquí tratados, acusó la futilidad de la discusión, argumentando que era evidente que en una universidad todos sabían leer y escribir. Guardé silencio. Claro, como nos lo enseñó Nacho Lee, la p con la e suena pe, la l con la o lo, y si usted las junta dice pelo, entonces ya se lee. Otro, doctor en alguna de las áreas de las ciencias sociales y humanas, me vio leyendo un libro de Borges en la cafetería de la Universidad. Se acercó, sonrió, levantó las cejas y me pregunto: “ese es argentino, ¿verdad?” Un amigo, más realista que yo, mitigó mi desconsuelo recordándome que cuando menos al escritor no se le adjudicó la nacionalidad sueca o tailandesa y, por fortuna, El Aleph no fue señalado por el erudito profesor, como un libro de matemáticas o de historia religiosa.

(Este es un artículo que publiqué hace algún tiempo en La Patria)

lunes, 21 de mayo de 2012

El Fuentes que se nos fue



La Editorial Salvat, publicó en los años 80 una colección popular de literatura, la Biblioteca Básica, compuesta por 100 títulos impresos en un papel económico y con una portada generalmente amarilla. Todos los libros tenían un diseño parco, sobrio, y sin derroches estéticos distintos a  los de la prosa impresa en ellos. Una biblioteca estudiantil que se respete, cuenta con varios de ellos. Hoy día es muy fácil encontrarlos en las librerías de segunda de Manizales, con un precio que oscila entre los mil y los dos mil pesos. Todo un regalo. En esa colección me topé, hace ya muchos años, con un libro de Carlos Fuentes: La muerte de Artemio Cruz, el número 82 de la serie.

A ese libro volví en estos días, cuando escuché de la muerte de su autor. A punto de descuadernarse, aún era posible observar los párrafos señalados con un marcador verde. Leer algunos de ellos me recordó pasajes olvidados de la obra, fragmentos desbordados de belleza. El Artemio que agonizaba, nadando en billetes y rodeado de sus familiares, los mismos que lo observaban con una desagradable paciencia, los que ansiaban con estoica cortesía el advenimiento de su muerte. Y la vida que corría como en un cinema ante sus ojos sin luz, en un México perdido entre las décadas y la guerra de una vieja revolución. Con esa novela se puede aprender lo que ya había anunciado Heidegger: que la muerte no es la negación de la vida sino una confirmación de ella, de ahí que no exista algo que nos haga tan humanos como morir; es en ese momento en el que es posible recuperar la humanidad que se nos quedó en el recodo más mezquino del camino.

El llamado Boom literario, del que hacía parte Fuentes, le mostró al mundo en los años 60 y 70, la vitalidad de la literatura latinoamericana. Los amantes de la literatura se acostumbraron a la presencia tutelar, casi tácita, de los grandes novelistas latinoamericanos, instituciones sacras e imperturbables en las que su longevidad parecía competir con la presencia atemporal de sus obras: Sabato, Fuentes, García Márquez, octagenarios algunos, nonagenario otro. El hombre de El túnel nos abandonó el año pasado, poco antes de cumplir un siglo. Esta semana le correspondió el turno al autor de La región más transparente, el mismo que en algún momento nos dijo que “hay que pluralizar el mundo, hay que abandonar la idea romántica de que la humanidad sólo será feliz si recupera la unidad perdida”.

Carlos Fuentes fue un hombre público y como tal, uno de los escritores más influyentes de América Latina. En ese rol se codeó con élites políticas y económicas. Estudió leyes en la UNAM y Economía en una Universidad Suiza. Su padre fue diplomático y él mismo también lo fue en un periodo en el que fungió como embajador de México en Francia, apenas 3 o 4 años después de que su amigo Neruda cumplió en ese país el mismo papel en representación del Chile de Allende. A esa embajada renunció, indignado, cuando fue nombrado embajador en España un expresidente mexicano bajo cuyo mandato se realizó la llamada masacre de Tlatelolco, un hecho siniestro en el que murieron docenas de estudiantes. El Fuentes de todos los tiempos tuvo una vida itinerante, el país del tequila no era suficiente para su  espíritu cosmopolita que exigía con frecuencia las viejas ciudades de Europa.

A excepción del Nobel, ganó todos los premios posibles, entre ellos el más importante en nuestra lengua, el Cervantes. También obtuvo numerosos doctorados Honoris Causa. Como hombre público opinó, sin empacho, sobre diversos temas. Cuando estuvo en Cartagena en el Hay Festival, afirmó, ante la prensa internacional, que la legalización de las drogas era imperiosa. A esa declaración y a muchas otras, le ayudaron sus facultades oratorias. No son muchos los escritores que enfrentados a escenarios atestados brillen por su elocuencia. Su verbo iba acompañado, de acuerdo con la prensa mexicana, por un porte de galán otoñal que lo acompañó hasta la muerte.

La obra de Fuentes fue muy prolífica, su pluma removió las aguas de casi todos los géneros literarios, 16 novelas forman un obra portentosa; ello sin contar los ensayos, la dramaturgia y los cuentos.

Curiosamente, en los últimos años de su vida estuvo escribiendo una novela que nunca logró terminar, sobre Carlos Pizarro, el exguerrillero del M- 19 que fue asesinado a comienzos de los años 90. Imagino que aunque inconclusa, no pasará mucho tiempo antes de que sea publicada. 

En Internet es posible descargar gratuitamente muchos libros del personaje. Por lo pronto, aquí va el enlace de su discurso en la ceremonia de entrega del premio Cervantes en 1987. En vacaciones espero leer Terra nostra. Tal vez alguien, y tengo en mente a una persona, comparta mi ánimo.

domingo, 13 de mayo de 2012

¡Esas benditas tildes! (I)


Doña Gloria, mi inolvidable profesora de castellano en los grados noveno y décimo, no solo era una silenciosa poeta, que en ocasiones compartía sus versos almibarados con nosotros, sin contar que eran suyos, sino también una fanática de la ortografía. Cada cierto tiempo revisaba los cuadernos de la clase. El mío siempre regresaba con unas largas rayas oblicuas, hechas con lapicero rojo, justo en cada una de las palabras en las que debió haber ido una tilde. Así de prolija era. Es posible que si su labor pedagógica se hubiera realizado en esos tiempos románticos en los que la consigna era aquella de que “la letra con sangre entra”, el inquisidor lapicero hubiera sido reemplazado por una áspera regla. Así, y gracias a ella, comencé a intentar poner ese acento gráfico en donde correspondía.

Veamos un poco de historia. Nuestro idioma tiene más de mil años. Si bien todas las palabras tenían acento cuando se pronunciaban, es decir una sílaba tónica (aquella que se pronuncia con mayor fuerza), en el lenguaje escrito las primeras tildes solo aparecieron luego de la invención de la imprenta, a mediados del siglo XV. De acuerdo con la Fundación de Español Urgente, Fundéu, "el primer caso conocido de acento en castellano es de 1477 en el manual Doctrina christiana en las palabras justícia y fortuíto". Quienes han tenido el tino y la fortuna de leer las aventuras del Caballero de la Triste Figura, en las que este desface entuertos y da gloria a su sin par señora, saben cómo era el castellano de esa época.

La acentuación gráfica, que es la forma cachetuda como se llama a la tilde, nació con los griegos en el siglo III. En esa época se distinguían tres tipos: la circunfleja (^), la grave (`) y la aguda (´), (¡Imagínense, si nos enredamos con una…!). En el griego todas las palabras polisílabas y casi todas las monosílabas recibían alguno de estos acentos.

Como sabemos, el Renacimiento implicó el resurgir de la cultura helénica. La reedición de muchas obras grecolatinas, miradas con sospecha por preocupados curas, ocasionó que muchas lenguas europeas adoptaran, de acuerdo con sus necesidades, el escuálido signo. La primera de ellas fue la de Dante y Petrarca, poco después el francés.

En el idioma español se usaron generosamente las tildes graves y las agudas. Las primeras cumplían una función diacrítica (es decir, de diferenciación) y se usaban en la última sílaba de algunas palabras que podían confundirse con otras, la Nueva Ortografía nos señala algunos ejemplos: mudà, dexè (dejé), mandè, igualarà.

Con muy buen criterio, algo que tal vez le falta a los godos gramáticos de hoy, los estudiosos del siglo XVI y XVII se ocuparon de menguar el alud de tildes que nos legaron los griegos. Su sana pretensión apuntaba a usarlas solo cuando las palabras tuvieran varias acentuaciones posibles (como en término, termino o terminó) o fueran de un uso poco común. Finalmente, en el Diccionario de autoridades (1726) se optó por la tilde aguda como el único acento gráfico del español. Pese a eso, durante algunas décadas la tilde grave se conservó en vocales que solas, representaran palabras, como à o è.

Como habrán notado, los teclados de nuestros computadores tienen ambas tildes y no siempre corresponden a las mismas teclas. El afán digitador de los escasísimos internautas que escriben sus mensajes en las redes sociales con una ortografía medianamente decente, los ha convertido, en ese aspecto, en hombres clásicos. Dicen entonces que no entienden porque esa berraca tilde les sale al contrario, como si estuvieran escribiendo en francés.

¡Ahh, doña Gloria!, creo que usted no estaría de acuerdo conmigo en que cada vez deberían ser menos las palabras acompañadas de la rayita, no hasta el punto de llegar a la situación del inglés, que no cuenta con ninguna, sino hasta que solo se ponga en aquellas en las que es indispensable hacerlo.