Hace algunas semanas el Informe Pisa realizado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) dio cuenta de las enormes falencias que en lectura tienen los estudiantes colombianos de 15 años. Las conclusiones son asombrosas: el 47% no poseen las competencias mínimas y apenas un 17% de ellos pueden explicar esas falencias a partir de condiciones socioeconómicas. Otras estadísticas, esta vez de Fedesarrollo, sentencian que los colombianos leemos apenas 1,6 libros por año, a diferencia de los europeos que leen más de 15. Lógicamente el guarismo no nos dice si los precarios lectores satisfacen su avidez con Shakespeare, con las abundantes historias de traquetos, o con las interminables memorias de los exsecuestrados.
Ante esta situación poco o nadan hacen nuestras universidades. Por supuesto, los estudiantes universitarios tienen que leer muchísimo. Cada semestre crece el volumen de las fotocopias. Pero entre la lectura - trabajo y la lectura – placer hay una enorme distancia. Se lee para una memoria inmediata, para resolver el examen o para cumplir con el trabajo escrito. Para nada más. Los estudiantes son una suerte de analfabetas funcionales con una gramática capaz de perturbar el sagrado descanso de Cervantes o de don Menéndez Pelayo. Son víctimas, y al tiempo agradecidos usuarios, de lo que el poeta español Pedro Salinas denominó el “perioquismo”, en el que no es necesario acudir a las fuentes pues para el conocimiento de los libros bastan los “períocos”, mediocres resúmenes que en una veinteava parte del original pretenden condensar su esencia. Y de eso están llenas páginas web especializadas en proveer trabajos para estudiantes holgazanes: Los hermanos Karamazov en 100 páginas ¡qué maravilla!; El Capital en 150, ¡espectacular!
Cuando a los participantes de un afamado reality, universitarios casi todos, les preguntó su profesor de actuación quién era el autor de Romeo y Julieta ellos se miraron sus bellos rostros y respondieron que lo ignoraban. Y eso que casi todos habían estudiado actuación. Increíble. Creo que lo mismo sucedería con muchos de nuestros estudiantes. Ahora, el que a personas que se forman como profesionales y ciudadanos no les interese la literatura puede ocasionarnos tristeza pero no es necesariamente un gran problema. Pero la eficiencia lectora, en cambio, está íntimamente vinculada con el desarrollo de pensamiento crítico, con las capacidades de abstracción y simbolización, con las posibilidades de análisis e interpretación. Es muy poco probable que un lector deficiente desarrolle habilidades argumentativas (muchos de nuestros políticos podrían ser una prueba palmaria de ello). Y según lo demuestran muchísimas investigaciones relacionadas con el fracaso escolar, quienes más y de mejor manera leen son los que tienen mayores posibilidades de aprehensión de conocimiento y en consecuencia, quienes obtienen mejores resultados. Las exclusiones que son producto de la carencia de recursos son siempre visibles, las que parten de un deficiente capital cultural no lo son y pueden llegar a ser tan potentes como las otras.
En España existen “asociaciones de universidades lectoras” que adelantan acuciosos programas de promoción de la lectura. Para no ir tan lejos, en Bogotá, a instancias de la Asociación Colombiana de Universidades (ASCUN), instituciones como la Sergio Arboleda cuentan con cursos que se ocupan de motivar la adquisición de competencias en lectura y escritura. Temo que en nuestra Ciudad Universitaria el asunto es un pelín más difícil. Pruebas al canto: alguna vez un profesor universitario, en una charla sobre asuntos como los aquí tratados, acusó la futilidad de la discusión, argumentando que era evidente que en una universidad todos sabían leer y escribir. Guardé silencio. Claro, como nos lo enseñó Nacho Lee, la p con la e suena pe, la l con la o lo, y si usted las junta dice pelo, entonces ya se lee. Otro, doctor en alguna de las áreas de las ciencias sociales y humanas, me vio leyendo un libro de Borges en la cafetería de la Universidad. Se acercó, sonrió, levantó las cejas y me pregunto: “ese es argentino, ¿verdad?” Un amigo, más realista que yo, mitigó mi desconsuelo recordándome que cuando menos al escritor no se le adjudicó la nacionalidad sueca o tailandesa y, por fortuna, El Aleph no fue señalado por el erudito profesor, como un libro de matemáticas o de historia religiosa.
(Este es un artículo que publiqué hace algún tiempo en La Patria)
1 comentario:
Jorge, tienes toda la razón pero el medio no ayuda, nos acostumbramos a leer solo pa los trabajos de clase y eso, porque yo creo que leemos muy mal.
Mariana
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