Hace una semana se conmemoró un aniversario más de la muerte de Pablo Neruda, el más grande poeta del siglo XX. Con la muerte de Allende y la llegada del fascismo a Chile (12 días antes de su deceso), su cavernosa voz se convirtió en un hilillo incapaz de recrear las fuerzas telúricas de su Residencia en la tierra. Su humanidad, oxidada por la ingratitud de sus compatriotas y por el tiempo, perdió la última cruzada. Aunque quiero pensar que tal vez no. Tal vez ese confuso asunto de la muerte era solo una metáfora más. Todos sabemos lo extraños que son los poetas.
¡Tienen tanta fuerza las palabras! Cada una de ellas tiene la misteriosa capacidad de representar cosas distintas, los significantes no son unívocos, gozan de diversos significados. Escucharlas o leerlas nos trae a la memoria seres u objetos tal y como los conocimos y sentimos: violetas o amarillos, alargados u oblongos. Libro, nos hace recordar un objeto rectangular de solapas gastadas lleno de signos incomprensibles que -antes de que una bruja amable y rolliza nos castigara con la magia de la lectura- mirábamos con desconfianza y ansiedad. Olvido, a esa mujer para quien desaparecieron los calendarios y los relojes y que pese a nuestra congoja, se negó a llamarnos o escribirnos. Mierda, a la desesperación sarcástica de un coronel que conquistó la libertad cuando lapidó la esperanza. Algunas tienen una suerte de vida propia en la que parece ser que el tiempo las inviste de belleza. Pronunciarlas u oírlas es cadencioso, musical. Ante la imposibilidad de utilizarlas como nombre de nuestros futuros hijos o libros, preferimos bautizar con ellas esos instantes secretos que nos sirven para recordar lo que hay detrás del hollín y el estiércol. No todas aluden a lo glorioso, lo heroico o lo perenne, muchas simplemente nos quitan la camisa, nos lavan el rostro y nos recuerdan la debilidad de nuestra naturaleza. A otras las odiamos. Son las máscaras de lo grotesco o de lo ruin. Algunas tienen misteriosas propiedades: son ambidextras, hermafroditas, híbridas. Patria en mi paladar sabe a memorias, amigos y sueños compartidos pero también a demagogia, a tiranuelos con ganas de borregos.
Hace algunos meses, y gracias a un culto y hosco ingeniero que tiene la extraña y grata manía de regalar sus libros, descubrí a John Updike, uno de los más importantes escritores estadounidenses del siglo pasado, otro de los eternos candidatos al premio Nobel. Es el autor de esa inolvidable novela que es La feria del asilo. En otra de sus novelas o mejor, de sus colecciones de relatos, Donde termina el camino, el narrador, interpretando a uno de sus personajes, dice:
“y con un gesto similar dedicado palmoteo de aquel día, trazó con la yema de un dedo, una m en el aire. Fue un movimiento anhelante, tímido, exquisito, irresoluto, confidencial. Leyó en él todos los significados y supo que ella no dejaría de gesticular dentro de él nunca. Nunca. Aunque la sentencia de cualquier tribunal o la muerte misma llegara un día a separarlos, sus gestos, labrados en cristal, perdurarían siempre”.
Si esta es solo la declaración de un hombre enamorado de su esposa o la catarsis de un Updike con “una mujer atravesada en la garganta” no es importante. La belleza es autorreferencial, no requiere justificación.
Pero volvamos a Neruda. Su último libro, Confieso que he vivido, sus memorias, fue culminado en tanto este agonizaba. El último capítulo, dictado por el poeta a su mujer desde el lecho, fue una loa triste al muerto presidente de Chile. En ese mismo libro, semanas o meses atrás escribió el más bello homenaje a las palabras:
"Todo lo que usted quiera, si señor, pero son las palabras las que cantan, las que suben y bajan... Me prosterno ante ellas... Las amo, las adhiero, las persigo, las muerdo, las derrito... Amo tanto las palabras... Las inesperadas... Las que glotonamente se esperan, se escuchan, hasta que de pronto caen... Vocablos amados... Brillan como piedras de colores, saltan como platinados peces, son espuma, hilo, metal, rocío... Persigo algunas palabras... Son tan hermosas que las quiero poner todas en mi poema... Las agarro al vuelo, cuando van zumbando, y las atrapo, las limpio, las pelo, me preparo frente al plato, las siento cristalinas, vibrantes, ebúrneas, vegetales, aceitosas, como frutas, como algas, como ágatas, como aceitunas... Y entonces las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto... Las dejo como estalactitas en mi poema, como pedacitos de madera bruñida, como carbón, como restos de naufragio, regalos de la ola... Todo está en la palabra... Una idea entera se cambia porque una palabra se trasladó de sitio, o porque otra se sentó como una reinita adentro de una frase que no la esperaba y que le obedeció... Tienen sombra, transparencia, peso, plumas, pelos, tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto trasmigrar de patria, de tanto ser raíces... Son antiquísimas y recientísimas... Viven en el féretro escondido y en la flor apenas comenzada... Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos... Estos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, oro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo... Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas... Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra... Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo... Salimos ganando... Se llevaron el oro y nos dejaron el oro... Se lo llevaron todo y nos dejaron todo... Nos dejaron las palabras”.